Relato de una persona que asistió a una de las reuniones de la secta Pare de Sufrir en Cabimas, Venezuela.
Al entrar, una de las jóvenes te mira a los ojos y, sonriendo, dice “Buenas tardes y bienvenido”. Luego, una puerta vaivén se te interpone en el camino. Estás adentro. El nudo en el estómago se transforma en una tensión que te invade todo el cuerpo. Ves al pastor que se encuentra arriba escenario junto a una mujer de unos sesenta años. Hay que caminar con decisión: sin prisa pero tampoco demasiado lento. El grabador escondido en el bolso ya está encendido.
La gente, concentrada, dirige su atención al hombre que tienen delante. En el auditorio se encuentran aproximadamente trescientas personas. Equivale a la mitad de la capacidad del lugar. Todas ellas con la misma actitud: creen en lo que el gran hermano les está diciendo. Hacen lo que él dispone. Responden automáticamente a sus estímulos.
El reloj te indica que sólo pasaron cinco minutos y la tensión comienza a desaparecer. Pero ese instante de tranquilidad es sólo eso: un instante. Al ojear el entorno se hace evidente la presencia de unos obreros con uniforme de color azul. Son los soldad

os “que sirven al pueblo de Dios”, según el orador. Observan todo. Caminan constantemente por el pasillo de un lado al otro con los brazos cruzados por detrás. Ruegas a Dios, tu Dios, que no te pase nada.
“Ustedes están aquí para ser atendidos por el médico de los médicos”, dice el pastor. Esta es la reunión de la Cadena de Jericó [1]. Ésta ciudad jugó un papel importante en tiempos de Jesucristo: según las Sagradas Escrituras, fue en este lugar donde devolvió la vista a un hombre ciego (Mat. 20, 30). El sentido que la Iglesia Universal le da a la reunión se va perfilando.
Sigues esperando el dato que más te interesa. Pero aún no han dicho nada sobre el tema. Quieres terminar de convencerte, pero todavía no llega el momento. Los soldados siguen observando cuanto detalle se presenta ante sus ojos. Y sigues haciéndote pasar por alguien que no eres. No crees en lo que te dicen y no puedes creer que alguien les pueda creer. Sigues esperando esa confesión.
Mientras tanto el pastor invita a todos aquellos que se han dado cuenta de que fueron invadidos por un mal espíritu a que pasen adelante para recibir la oración que los librará del mal. Casi todos se dirigen hacia él. Aquellos que no lo hacen es o porque no creen o porque no están capacitados físicamente. Sigues en tu lugar y tu compañero, unas sillas más atrás, también.
Todos los fieles se encuentran de pie en el escenario. El pastor llama a uno de sus colaboradores. Éste viene y toma el micrófono. Las personas alzan sus manos para recibir la bendición. El pastor agrega: Para que sean libres de todos los males, de toda macumba, escuchen todo lo que él les va a decir. En medio de la oración escuchas gritos. Es la gente que está recibiendo la palabra de Dios. Abres los ojos, desobedeciendo las órdenes del pastor, y observas que ahora todos tienen las manos posadas en su cabeza. Libérate ahora de todo espíritu atroz, dice el colaborador que, de manera enfática, repite una y otra vez la oración.
Termina la liberación y el colaborador vuelve a su lugar. El pastor toma nuevamente el micrófono y ordena a los fieles que regresen a sus sillas. Los soldados reciben la directiva de entregar a cada uno de los asistentes una bolsita de sal para que los malos espíritus sean alejados. Todos la reciben; incluso tu. No piden nada a cambio por esa sal bendita.
Los fieles se dirigen hacia el altar sin dudarlo. Entregan el sobre con el dinero y vuelven a sus lugares. Siempre en tu silla, no puedes creer lo que estas viendo. Ahora el pastor desea que aquellos que nunca ofrecieron su diezmo otorguen su colaboración. Y agrega: hay gente que me dice: pastor ¿esto no es mucho? Son cinco reuniones por día, todos los días, y en todas pide diezmo. Y yo les contesto: llamen al Canal América y pregunten cuánto salen tres minutos para una propaganda. Imagínense lo que cuesta un programa diario de más de tres horas. La gente asiente. No pone en duda nada de lo que el gran hermano les dice.
¿Será que tenemos en estas tarde doce personas que puedan hacer una ofrenda voluntaria de 100 mil, 500 mil o un millón de bolívares? Puede acercarse hasta el altar, agrega sin ningún descaro. Aquellos que colaboren van a recibir a cambio un sarcófago, una réplica de la tumba de Jesús que dice “Jesús no está aquí”. Porque ¿Jesús está…? (pregunta el pastor) ¡VIVO! (responde la gente a coro). Pocos son los que se mueven de sus sillas. Sólo logras contar a dos personas que se acercan y entregan lo que el pastor les está pidiendo. Como no se logra el número de oferentes deseado, el orador incentiva nuevamente a los presentes a entregar dinero: a cambio recibirán un libro y un cd con las palabras del obispo. Nadie responde.
Los soldados al pie del escenario siguen esperando que la gente entregue sus ofrendas. Y el pastor continúa rogando por aquellos que aún no han recibido la ayuda de la Iglesia Universal. Vuelve a insistir con su pedido, pero ahora es menos pretencioso. Hay gente que me dice: “Pastor, yo no puedo dar 100 mil bolívares. Yo sólo tengo 10 mil y de todo corazón lo quiero dar para ayudar”. Pasen adelante y póngalo en la bolsa. Si usted los tiene y si no se siente en el compromiso y no se siente obligado… Ahora el número de oferentes aumenta. Pero te preguntas ¿qué tan voluntaria es la ofrenda si le ponen precio a la donación? Usted que dice: “Pastor yo no tengo 10 mil; me gustaría dar muchos 10 mil, pero tengo apenas 5 mil bolivitas”. Yo creo que si la mayoría hace un esfuerzo puede juntar al menos cinco mil bolivitas”. Sigues sin comprender la situación. La gente aumenta a medida que baja el precio. La disputa llega a su final cuando el pastor pide la ayuda de aquellos que sólo pueden ofrecer 2000 mil bolivares. Tu indignación aumenta a cada instante.
Termina la ofrenda y llega hasta el escenario una pareja para dar su testimonio. La mujer cuenta su terrible historia personal y el cambio que logró luego de participar de las reuniones de la Iglesia Universal y experimentar lo que ésta, en su lema, le anunciaba: Pare de sufrir. Sigues en tu lugar, embelesado.
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